Uno de los matrimonios reales que más tinta ha hecho correr con el paso de los siglos tuvo uno de sus escenarios en Córdoba. Nos referimos al enlace de Enrique IV de Castilla con Juana de Portugal. Los desposorios se celebraron, a mediados de abril de 1455, en Lisboa donde el monarca castellano estuvo representado por el capellán real, Fernán López. El séquito de la novia se puso en camino para encontrarse con su esposo, quien había mandado a la frontera portuguesa al duque de Medina Sidonia y al obispo de Ávila para que la acompañasen en su viaje hasta Córdoba. Según se señala en la Crónica anónima de Enrique IV de Castilla, la novia había sido advertida del fiasco que había supuesto el anterior matrimonio del rey con Blanca de Navarra, ya que don Enrique -entonces príncipe de Asturias- había alegado impotencia para acceder carnalmente a su esposa después de trece años de matrimonio. Era un poderoso argumento para conseguir la anulación eclesiástica. Pero «doña Juana ovo tan grand deseo de reynar en estos reynos que respondió al rey su hermano que, pues, el Rey don Enrrique plazia, ella era muy contenta de casar con el no ostante las cosas ya dichas».

Cuando el rey tuvo noticia de la proximidad de su esposa, sin revelar su identidad, salió a su encuentro hasta un lugar llamado Las Posadas y allí la conoció, compartiendo con ella una alcoba durante varias horas. Enrique IV regresó a Córdoba adonde la nueva reina entraba el 20 de mayo. Volvieron a verse en el Alcázar donde aguardaba el monarca con los miembros más representativos de su corte y los embajadores de Francia, entre los que se encontraba el arzobispo Jean Bernal, que bendijo el matrimonio.

Después de la cena los novios se retiraron a sus aposentos y, por orden del monarca, se suspendió la tradición por la cual algunos de los más significativos miembros de la corte ejercían como testigos de la consumación del matrimonio la primera noche que compartían el lecho. Esta disposición del rey dio pábulo a todo tipo de rumores y comentarios. No sólo por lo que suponía la ruptura de una ceremonia tradicional en el reino, sino porque se trataba de un acto que certificaba con testigos de excepción la virginidad de la reina y su pérdida. A muchos debió venirles el recuerdo del fracaso con que se saldó dicha ceremonia cuando Enrique IV contrajo su primer matrimonio y que el cronista, mosén Diego de Valera había despachado con una significativa frase: «El rey y la reina durmieron en una misma cama y la reina quedó tan entera como venía, de que no pequeño enojo se recibió de todos».

Con el correr de los años, en 1461, doña Juana quedó embarazada y en febrero de 1462 dio a luz una niña a la que impusieron el nombre de Juana, como su madre. Años más tarde sería motejada con el infamante nombre de la Beltraneja, al ser atribuida su paternidad a un noble llamado, donBeltrán de la Cueva.

Hoy, más de cinco siglos después de aquellos acontecimientos, es difícil afirmar si la hija de Juana de Portugal lo era también de Enrique IV. A la muerte del monarca, que había confirmado sus nupcias en Córdoba, se desencadenó una guerra civil entre los partidarios de Juana y los de Isabel, hermana de Enrique IV. Esta última terminará vencedora y será conocida como Isabel la Católica.

(Publicada en ABC Córdoba el 28 de septiembre de 2016 en esta dirección)

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